Comparte

 

La adopción es, a primera vista, un acto de generosidad y esperanza. Es el encuentro entre un niño que necesita un hogar y una familia que desea dar amor. Sin embargo, detrás de esta imagen luminosa se extiende un sendero largo, a menudo empedrado de trámites, evaluaciones y demoras que forman parte del complejo sistema de adopción. Muchos futuros adoptantes no imaginan, cuando dan el primer paso, la magnitud del recorrido administrativo y psicológico que deberán transitar. Es un proceso extenuante, que somete a las personas a rigurosos estudios económicos, médicos, psicológicos, visitas domiciliarias y entrevistas que buscan asegurarse, con razón, de que el entorno que recibirá al niño sea lo más seguro y estable posible. Sin embargo, esta burocracia que pretende proteger, también puede convertirse en una telaraña que retrasa, desalienta o incluso hiere. Cada expediente que se archiva, cada firma que tarda, cada informe que debe actualizarse por la sola razón de que el tiempo pasa mientras la maquinaria estatal avanza con parsimonia, significa, en el otro extremo, un niño que sigue esperando. Porque detrás de cada legajo polvoriento hay una vida pequeña, sensible, que habita en hogares de acogida, en instituciones, a veces moviéndose de un lugar a otro, sumando experiencias de desvinculación que pueden agrandar la herida inicial de abandono.

Cuando al fin se logra completar el proceso, cuando el sistema otorga su visto bueno y la adopción se concreta, comienza otra etapa, la verdaderamente crucial: la de construir vínculos reales, cimentados no en papeles ni en decretos, sino en miradas, caricias, rutinas compartidas y el tiempo que hace lo suyo. Y es aquí donde surge el territorio más delicado y humano de todos: el de la herida de abandono. Porque toda adopción tiene, como contracara, una historia previa de pérdida. Para que un niño sea adoptado, antes ha tenido que ser separado de su madre, de su padre, de su familia biológica, por las razones que sean abandono explícito, incapacidad para cuidar, negligencia, pobreza, violencia, o simplemente circunstancias demasiado complejas para juzgar desde fuera. Aun cuando el niño haya sido demasiado pequeño para recordarlo, su cuerpo, su psique, su memoria emocional guardan la impronta de esa ruptura primaria. Es una marca profunda, que a veces se expresa en preguntas sin respuesta: “¿Por qué no me quedé con mi madre? ¿Qué faltó en mí para que no me retuvieran? ¿Qué hice para que me dejaran ir?”. Preguntas que rara vez son conscientes en un primer momento, pero que pueden brotar más tarde en forma de inseguridad, de miedo al rechazo, de desconfianza ante el amor que ahora se les ofrece.

Este es el punto donde muchas familias adoptantes descubren una verdad dura pero esencial: el amor, aunque necesario, no lo cura todo. No basta con abrazar al niño y prometerle que ahora está seguro para borrar el dolor anterior. Porque la herida de abandono no se sutura con frases tranquilizadoras del tipo “ahora somos tu familia para siempre”, ni ignorándola para no incomodar. Muy al contrario, necesita ser mirada de frente, acogida sin temor, con paciencia infinita, con palabras honestas que reconozcan el derecho del niño a sentir lo que siente. La paradoja dolorosa es que a veces esa herida vuelve a abrirse precisamente cuando el niño empieza a vincularse afectivamente con sus nuevos padres: al permitir que le importe alguien, revive el temor a volver a perderlo. Es como si su alma le advirtiera: “cuidado, no confíes demasiado, no vayas a encariñarte, porque ya antes dolió”. Este miedo no es caprichoso; es la defensa legítima de un corazón que aprendió a protegerse.

Mientras tanto, el sistema de adopción, con toda su burocracia y sus tiempos, muchas veces no provee los acompañamientos emocionales necesarios. Se dedica a investigar la idoneidad de los adoptantes antes del juicio de adopción, pero pocas veces ofrece espacios sostenidos para después, cuando empiezan los verdaderos desafíos vinculares. Y así, muchas familias transitan solas el complejo proceso de criar a un hijo que trae consigo una historia que no empezó con ellos, una historia que no siempre saben cómo abordar. Este vacío institucional deja en manos del amor y de la buena voluntad, la intuición o la búsqueda personal de ayuda un territorio que debería estar acompañado por profesionales sensibles y formados en adopción y trauma.

Sin embargo, sería injusto pintar este paisaje solo con tonos grises. Porque si bien la herida de abandono existe, y el sistema puede ser lento y frío, la adopción también es un territorio fértil donde se tejen nuevas posibilidades. Es el lugar donde un niño encuentra no solo techo y comida, sino un abrazo que lo espera al despertar de una pesadilla, una mirada que lo busca en el acto escolar, un regaño que enseña límites y, sobre todo, la certeza renovada de que hay un adulto que no se irá, aunque él grite, aunque tenga rabia, aunque dude. Es ese amor que permanece incluso cuando el niño lo pone a prueba, lo desafía, lo empuja para ver si resiste. Y cuando descubre que sí, que ese amor no se quiebra, algo empieza a sanarse desde dentro. Muy despacio, casi imperceptiblemente al principio, hasta que un día el niño se atreve a decir sin miedo: “mamá”, “papá”, o simplemente se deja caer en el regazo del otro sin tensar el cuerpo, sin preguntarse si lo sostendrán.

Por eso, hablar de adopción con honestidad es un acto de respeto. Es reconocer que la burocracia debe mejorar para no perpetuar el abandono, que los adultos deben prepararse no solo para recibir a un hijo, sino para abrazar toda su historia la visible y la invisible. Es aceptar que la herida de abandono puede formar parte del viaje, pero que no tiene por qué definir para siempre al niño. Es, en definitiva, confiar en la fuerza misteriosa del amor bien entendido: ese que no exige olvidar, sino que abraza incluso lo que duele, y desde ahí, poco a poco, construye un hogar verdadero.

 

Ana Grindlay Gómez

Coach AICM Nº13951

Más información de la autora AQUÍ